
Fidel no estaba destinado a ser Fidel. Pudo haber sido un abogado exitoso, con una vida apacible, tranquila y cómoda, sin sobresaltos materiales. O haber alcanzado una posición prominente en la política tradicional republicana, que le habría garantizado prestigio, privilegios y prebendas. Condiciones de posibilidad le sobraban para ello, no solo la procedencia de una familia acomodada, sino también la conjunción de una serie de valores y características personales que le auguraban un futuro brillante en cualquier carrera que escogiera para su vida, según la aguda observación de un profesor suyo. Tenía, al decir del trovador, varias sillas que lo invitaban a sentarse.
Pero escogió el camino más duro, y a la vez el más digno de un ser humano: el del servicio, el de entregarse a los demás, el de combatir sin descanso por la justicia y la liberación de las personas. Es decir, eligió el camino de la Revolución y a ella ofrendó su existencia.
Fue un rebelde inveterado e impenitente. Incluso antes de convertirse en revolucionario, en martiano, en marxista, ya había forjado desde su infancia y adolescencia un carácter insumiso que se levantaba enérgico ante injusticias y arbitrariedades. Fue una condición que no lo abandonó jamás. No solo se rebeló contra la dictadura y el imperialismo estadounidense, también contra dogmas que decretaban la imposibilidad de una revolución en Cuba, contra la geopolítica que le asignaba un papel subordinado e intrascendente en la arena internacional a una pequeña isla subdesarrollada como la nuestra, o contra el «sentido común» que normaliza discriminaciones y dominaciones.
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